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La mujer en la penumbra

El autobús se adentraba por caminos cada vez más estrechos, rodeados de árboles que parecían inclinarse para observar a los pasajeros. El joven miraba por la ventanilla con una mezcla de nostalgia y nerviosismo. Hacía más de diez años que no veía a su tío; la última vez que lo visitó apenas tenía seis. Vagamente recordaba la casa antigua al final de un camino polvoriento y la figura de aquel hombre que lo alzó en brazos como si fuera un extraño al que debía reconocer por obligación. El vehículo se detuvo de golpe en un cruce desierto. Solo una parada de autobús desvencijada, medio escondida bajo la penumbra de un farol mortecino. El joven bajó, arrastrando la maleta, y el rugido del motor se perdió en el silencio. El pueblo parecía detenido en el tiempo: casas de madera, ventanas cerradas, puertas entornadas como ojos vigilantes. No había voces, no había niños jugando, ni siquiera un perro callejero. Apenas un murmullo del viento colándose entre las grietas. La sensación era de abandono, pero no… alguien lo miraba. Él lo sabía. Al llegar a la casa, su tío lo recibió con una sonrisa extraña. No fue un gesto cálido, sino una especie de mueca sorprendida, como quien se topa con un recuerdo al que preferiría no enfrentarse. —Sobrino… —murmuró—. Has crecido. El joven se sintió incómodo. ¿Por qué su tío parecía tan nervioso? Como si su regreso removiera algo que ambos habían enterrado. Las horas transcurrieron lentas en aquel pueblo sin vida. De día, apenas cruzaba a unos pocos pobladores que desviaban la mirada, ariscos, imperceptibles, como sombras que preferían no ser vistas. De noche, la casa crujía como si respirara. La primera pesadilla lo sorprendió apenas cerró los ojos. Risas macabras resonaban en la oscuridad, un murmullo creciente que se transformaba en gritos de furia. Bajo la luz temblorosa de faroles vio a una mujer de cabellos desordenados, sujeta por hombres que la arrastraban. Una multitud vociferaba, los ojos desquiciados; algunos sostenían linternas que proyectaban sombras violentas. Y allí, entre ellos, reconoció la figura de su tío, blandiendo un látigo. Despertó empapado en sudor, con el corazón latiendo a un ritmo frenético. Los días siguientes, los sueños se repitieron: cada vez más nítidos, cada vez más insoportables. El recuerdo cobraba forma en su mente: una mujer desnuda, golpeada, acusada de bruja. El llanto, los latigazos, la multitud sedienta de castigo. Y él, pequeño, aferrado a la mano de su tío, presenciando aquel horror sin entenderlo. Una noche, un grito desgarrador lo arrancó del sueño. No provenía de su mente, sino de la calle, de algún rincón del pueblo. El sonido reverberó en el silencio, tan real que lo impulsó a levantarse, decidido a descubrir la verdad. El joven caminó hasta la plaza, donde la memoria terminó de devorarlo. Lo recordaba todo: los pobladores enfurecidos, el ritual de violencia, la mujer que lo miró directo a los ojos justo antes de que el látigo cayera sobre su piel. Esa mirada era lo que lo había perseguido en sueños: una mezcla de dolor y juramento, un reclamo silencioso. El aire se volvió pesado, imposible de respirar. No había duda: la mujer no se había marchado del todo. El pueblo entero vivía bajo su sombra. Al amanecer, incapaz de soportar más, el joven empacó sus cosas. No podía quedarse ni un segundo más. El silencio del pueblo ya no era simple hostilidad: era complicidad. Todos sabían lo que había ocurrido, todos habían participado. Corrió hasta la parada de autobús. El lugar estaba vacío, salvo por una figura sentada en el banco de madera. Era una mujer, encogida sobre sí misma, la cabeza hundida en las rodillas. El joven se detuvo, jadeante. —¿Se encuentra bien? —preguntó, con la voz temblorosa. No obtuvo respuesta. El viento sopló, arrastrando consigo un murmullo lejano que parecía reír. Risas macabras, como en sus sueños. Se acercó un paso más. —¿Está bien? —repitió, casi en un susurro. La mujer levantó lentamente el rostro. Sus ojos eran pozos negros, cargados de un dolor infinito. Su voz brotó áspera, como salida de una tumba: —Yo no era la mala. Los malos fueron ellos… los que me quitaron la vida. Su mano temblorosa señaló hacia el pueblo, hacia esas casas inmóviles que ocultaban secretos. Un escalofrío recorrió la espalda del joven. Dio un paso atrás, pero las piernas no respondieron. Intentó gritar, pero el silencio lo devoró de golpe, ahogando su voz. Era como si la misma penumbra lo hubiese atrapado. La figura de la mujer se erguía, imponiéndose sobre él. Y entonces comprendió: la maldición no buscaba a cualquiera. Lo buscaba a él. Él había sido testigo. Él había guardado el recuerdo. Su cuerpo se estremeció y, en un último intento, trató de correr. Pero ya no había salida. La mirada de la mujer lo atrapó, lo consumió, lo reclamó. Horas después, su tío llegó a la parada. El autobús nunca había pasado. Sobre el banco encontró la maleta del joven. Se inclinó, tocó el objeto como si confirmara algo que había temido durante años. Sus labios se curvaron en una mueca amarga. —Al fin… —susurró, aunque nadie lo escuchara—. Al fin lo tomaste, ¿verdad? El viento sopló fuerte, arrastrando un eco entre las casas vacías. El tío cerró los ojos, resignado. Sabía que la mujer, después de tanto tiempo, había recuperado el tesoro que él había custodiado en secreto: el alma de su sobrino. © Sayen L. Ross © Todos los derechos reservados

La mujer en la penumbra

Sin Amor

Los niños corrían felices por el jardín. Carlos los seguía, mojándolos con la manguera. Sus risas me llenaban el corazón de gozo, mientras mis manos temblaban por aquel mensaje en mi teléfono: Tu marido te engaña conmigo. Sé que no me vas a creer, pero le he dejado una marca en la espalda con mi labial. Quince años de matrimonio, y nunca dudé de él. Nunca me demostró falta de interés. Sin embargo, ese mensaje me hizo tambalear. —Cariño, ven a jugar con nosotros —gritó Carlos, sacándome de mis pensamientos. No quería dudar, pero algo dentro de mí me empujaba a buscar la verdad. Me levanté, tomé la manguera y lo mojé un poco. Él solo sonrió y, sin pensarlo, se quitó la camiseta mientras se acercaba a mí. Busqué esa prueba que tanto temía, y ahí estaba: clara, vívida, imposible de negar. Un beso rojo, perfecto, marcado en su espalda. Mi corazón se rompió en mil pedazos. Quince años de matrimonio y devoción, tirados a la basura. —¡Papi! ¿Qué tienes en la espalda? —gritó Carlitos. —¡Es un beso! —respondió Adelita—. ¡Es un beso de mami! Carlos se quedó inmóvil, mirándome. Su rostro cambió en un segundo: vi el miedo, la culpa, el arrepentimiento. Quise gritarle, golpearlo, hacerle sentir el dolor que me quemaba el pecho… pero me quedé ahí, quieta. Solo sonreí a mis hijos, quienes, en su inocencia, no entendían nada. Esa noche, el silencio pesaba. Los niños dormían, y yo me quedé en el sillón mirando las luces de la calle. Sentía que el aire no alcanzaba, que algo se me rompía por dentro. Cuando Carlos entró en la sala, ni siquiera levanté la vista. —Tenemos que hablar —dije. —Lo sé —respondió él, con voz tensa. Durante unos segundos ninguno dijo nada. El tic-tac del reloj se hacía insoportable. —¿Es cierto? —pregunté al fin. Carlos tardó en responder. Cuando lo hizo, me sostuvo la mirada y, en sus ojos, vi la verdad antes de escucharla. —Sí —dijo, con un hilo de voz—. Te he sido infiel. Con la misma mujer. Hace seis años. El mundo se detuvo. Seis años. No una aventura, no un error: una vida paralela. No pedí nombres ni detalles. Solo caminé hacia la cocina, saqué del cajón la fotografía de nuestra boda y la observé por un instante. Él me siguió, intentando explicarse. —No fue algo planeado. Al principio fue solo una distracción. No sé cómo pasó, no sé por qué la busqué… Pero me arrepiento, de verdad. Rompí la fotografía en dos y la dejé sobre la mesa. —¿Eso es todo? ¿Vas a destruirlo todo por un error? —preguntó, casi ofendido. —No fue un error, Carlos. Fue una elección. —Tú también tienes parte de culpa —dijo entonces, con ese tono que siempre usaba cuando quería justificar lo injustificable—. Te dedicaste a los niños, a la casa… y me dejaste solo. No respondí. No valía la pena. Su egoísmo pesaba más que cualquier intento de explicación. —Pero podemos arreglarlo —insistió—. Podemos superarlo. Te lo prometo, la voy a dejar. No dije nada más. Lo miré y vi a un hombre que había amado, sí, pero que ya no existía. Me fui al dormitorio y me acosté sin apagar la luz. No dormí. No lloré. Solo pensé en lo fácil que era destruir algo que a mí me había tomado años construir. Unos días después llevé a los niños a casa de mis padres. No quise dar explicaciones. Solo necesitaba pensar. Cuando volví, la casa estaba en silencio. Puse una taza de café sobre la mesa y esperé. Carlos llegó al anochecer, con su bolso del gimnasio al hombro. Me miró, sorprendido. —¿No habías salido? —preguntó. —No. Dejó las llaves en la encimera y fue hacia la cocina. Fue entonces cuando extendí los papeles sobre la mesa. —Quiero el divorcio. Se giró, confundido. —No digas eso. Estás dolida, lo entiendo, pero no puedes tirar quince años a la basura. —Tú los tiraste —le respondí, mirándolo directamente a los ojos. —Podemos intentarlo otra vez. Te juro que la dejé. Se lo dije anoche, te lo prometo. No contesté. Esa mañana había recibido una fotografía: él, abrazándola a la salida del gimnasio. La misma camiseta, el mismo bolso que ahora descansaba sobre la silla. —No hace falta que la dejes —le dije, empujando los papeles hacia él. Vi cómo la culpa se le desfiguraba en el rostro. Cómo se desmoronaba ante mí. Y sí, sentí pena. No por él, sino por lo que alguna vez fuimos. Por la mujer que fui, por la que amó ciegamente, por la que se perdió intentando sostener algo que ya no existía. Los días siguientes fueron extraños. No le pedí que se fuera de inmediato. Dormíamos bajo el mismo techo, pero en mundos distintos. Él en el sofá, yo en la habitación. No había gritos, ni insultos, ni llantos compartidos. Solo silencio. Un silencio tan denso que a veces parecía que respiraba entre nosotros. Lloré, sí, pero siempre a solas. En la ducha, con el agua corriéndome por la cara. En la cocina, mientras el café burbujeaba. Lloré por todo lo que ya no sería, por la vida que imaginé, por la ingenuidad de creer que el amor bastaba. Carlos intentaba acercarse. Me hablaba con esa voz cansada de quien quiere enmendar lo que no se puede reparar. “Podemos empezar de nuevo”, decía. Pero yo sabía que el daño ya había echado raíces. Una noche, hablamos con los niños. Les dije que mamá y papá necesitaban un tiempo, que las cosas iban a cambiar. No mencioné infidelidades ni culpas. Solo les prometí que los dos los seguiríamos amando igual. Carlitos me abrazó fuerte; Adelita se quedó callada, mirándome con esos ojos que todo lo entienden sin palabras. Después de eso, la casa quedó vacía de risas. Vacía de planes. Vacía de todo lo que alguna vez tuvo sentido. Unos días más tarde llevé a los niños a casa de mis padres. Les pedí que se quedaran allí unos días más. Quería que estuvieran lejos de la tensión, del aire pesado que llenaba nuestra casa. Cuando regresé, el silencio me dio la bienvenida otra vez. Puse una taza de café sobre la mesa y esperé. Carlos llegó al anochecer, con el mismo bolso del gimnasio al hombro. Me miró como si nada hubiese cambiado. Pero todo había cambiado. —¿Podemos hablar? —dijo. —Ya hablamos, Carlos. —No quiero perderte. —Ya lo hiciste —dije en seco—. Ya lo hiciste, hace seis años, cuando decidiste traicionarme. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no me moví. Ya no podía. La compasión no era suficiente para seguir amando. Al salir a la cocina, el aroma a café se mezcló con el de los jazmines del jardín. Por la ventana vi a mis hijos jugando con mis padres. Sus risas llenaban el aire, inocentes, ajenas al caos que me habitaba. Carlos se encerró en el dormitorio. Yo sabía que lloraba, pero era demasiado tarde. Tomé el anillo del cajón y lo dejé sobre la encimera, junto a las dos mitades de nuestra fotografía. Lo observé unos segundos antes de decir en voz baja: —No perdiste a tu esposa, Carlos. Perdiste a alguien que te amó incluso cuando ya no lo merecías. Cerré la puerta con cuidado. Afuera, el sol se escondía detrás de los árboles, tiñendo el cielo de un naranja melancólico. Caminé hacia el coche con la certeza más dolorosa y, al mismo tiempo, más liberadora de todas: no lo había perdido a él, me había recuperado a mí. © Sayen L. Ross © Todos los derechos reservados

Sin Amor
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